sábado, 21 de febrero de 2009

viernes, 20 de febrero de 2009

jueves, 19 de febrero de 2009



Tenía el alma desgarrada. Tenía los sueños rotos de tanto pensar. Tenía un fantasma sobre mi espalda, que todos los días me preguntaba lo que iba a hacer, cómo iba a superar los problemas de ahora en más. Me preguntaba si había olvidado, en tono burlón.

Los fantasmas tienden a burlarse de uno mismo.


Todo estaba perdido. Desde el llavero con la leyenda “Amor” en japonés, hasta el amor eterno que se prometió, una y otra vez. Ya no había nada de lo que estaba previsto. Ya no había nada de la premisa de amor que me unió a él.
El fantasma se burlaba, cada día más. “Ilusa… Sos una Ilusa” Y cada mañana se tornó, insultándome hasta el cansancio… Dormitaba, y luego aparecía otra vez, acobardando mis instintos de seguir adelante. Se burlaba hasta de mi forma de caminar.

“Ya ni siquiera podés echar a andar”


Un día, le pregunté cuál era su objetivo. Me respondió que en realidad no había un objetivo exacto, pero que anhelaba verme suplicante.

- ¿Si suplico… te vas a ir?
- Eso depende.
- ¿De qué cosa depende?
- De si él acepta tus súplicas.



Pero no las aceptó.



Realmente ese fantasma era perverso. Es insano que alguien, algo a lo que no podés ver, te obligue a revolcarte en la más absoluta humillación. Que se desespere por verte suplicante, a la espera de que tu hora no llegue, y que tus lágrimas sean más negras que el negro mismo. Realmente era una carga pesada, este fantasma.

Para más problemas, su aspecto era aterrador. Tenía lastimaduras, y supo contarme todas las historias de sus cicatrices. Pero se regocijó al decir que no le dolía ninguna. Cada vez que provocaba un daño perverso, una cicatriz imborrable se sumaba al montón que estaban dispersas por todo su rostro, pálido.

Me di cuenta que ese fantasma que no mostraba ganas de removerse de mi espalda era la Humillación en sí misma. En el instante en que caí en cuentas de lo dicho, pareció mirarme con tono malherido. Parecía desesperado. En un momento, me hice a la idea de que era un niño castigado en un rincón, triste al verse envuelto en otra travesura más.


Pero no tenía que ceder.



- Ya sé qué puedo hacer para que te vayas. Y nada me va a hacer más feliz, que verte fuera de mi vida. Has sido buen compañero… Pero no te necesito.
- ¿Qué vas a hacer conmigo?
- De ahora en más, voy a dejar de pensar que sos una carga. En realidad, de ahora en más, voy a dejar de pensar en que existís.
- Pero…
- …
- Está bien, vas a ver cómo te gano.




Día a día, el fantasma se iba avejentando, como la señora Bruja, que vivía debajo de mi departamento. A veces se tornaba un poco desesperante, y me prometía que ya no me iba a insultar más. Pero no podía dejar que me gane la humillación. Todo podría ganarme. Pero la humillación…

La humillación no.


Los días pasaban y Humillación se consumía cada vez más rápido. Era como ver pasar una vida, en tiempo resumido. Jugaba con mi pelo desteñido y cada tanto lo despeinaba, para volverlo a peinar. Trataba de volver a frecuentarme. Pero yo tenía que hacer caso omiso. Ese era mi objetivo. Y mi objetivo era mucho más exacto que el suyo. Porque deseaba con todas mis fuerzas que se vaya, para poder pensar en otras cosas.


Y como cierta persona que alguna vez crucé, me habló de piedad.



Si tantas personas pueden ser despiadadas, y despojan a otros seres que ansían un bien que se puede otorgar, entonces yo también tenía que pensar en mí. Yo también tenía que pensar en las cosas que me dan Sol.

Y la humillación jamás me dio Sol.


Lamenté verlo morir. Se había ganado mi compasión. Pero sabía que éramos incompatibles. O tal vez demasiado compatibles como para poder convivir el uno con el otro. Ya sentía demasiado dolor en mi espalda, y la angustia estaba invadiendo mi pecho y todas las cosas en las que penaba antes de conocer lo que significa Crecer.

Lo enterré al lado de un árbol al que quiero mucho, porque realmente me daba pena verlo acurrucado, tieso, como una semilla de jacarandá.


Y así enterré mi humillación, al tiempo que las diapositivas en tono sepia volvían a aparecer. Pero ya no lloraba cuando pasaban sobre mi mirada vacía.



Definitivamente comencé a sentir menos peso sobre mí.

lunes, 16 de febrero de 2009

domingo, 15 de febrero de 2009


El doce de Febrero, la persona a quien amé me llamó por teléfono, y terminó con mi amor. Me habló del inseparable “no sos vos, soy yo”. Sí, una frase a la que todos odiamos, porque sabemos que no es verdad. Me dijo que ya no me sentía. Que ya no me extrañaba, y por sobre todas las cosas, que cuando se preguntaba a sí mismo si realmente me amaba, siempre le salían puros “no”, “no sé”...

Pero nunca un sí.


Realmente sentía que tenía que escribir esto. No para que todo el mundo lo sepa, sino porque ya no puedo más. Ya no sé lo que siento, ni lo que quiero sentir. Realmente, pensé, me quedé sola.

Ya no sabía cómo voy a hacer para superar el hecho de que no sepa cruzar la calle sola. Estoy segura de que la próxima vez que cruce alguna voy a pensar en él. Tampoco sabía cómo hacer para visitar sola los lugares más recónditos de la ciudad. Porque no sabía moverme. Y menos ahora, que estoy sola.


Sí, estoy sola.



Cuando uno termina una relación, las cosas en las que menos piensa aparecen tres días después. Dónde van a quedar los regalos (la casa está poblada de recuerdos y de regalos), cómo trabajar y no pensar…

Ya sufrí en estos días varios terribles ataques de nervios, que a él no le importan, obviamente. Después de todo, ya no es nada mío. Y los dos años que vivimos juntos quedaron debajo de la cama, o metido en la parafina de las velas que solíamos prender cuando me amaba.

Me dolió la cabeza de tanto llorar, y de pretender que vuelva, porque me sentía perdida. Y es que fue bastante traumático. Es traumática la soledad. Y más cuando es de noche. Y ya no hay nadie que te llame a las doce, para saber si estás durmiendo, si extrañás, si existís.


Ya no existís para él.



Le pregunté por qué. Le pregunté desde cuándo. Le pregunté qué iba a hacer ahora que, repito, estoy sola. Había confiado desde el primer día, y le había pedido que jamás me mienta. Y reiteradas veces lo encontré agachando la cabeza y mintiéndome. Pero yo de nuevo confié, y lo perdoné. Y seguí acariciando sus cabellos de viento, como si fueran lo único que haya acariciado en la vida.


Pero no supo responderme nada de lo que le pregunté.



Y me quedé sola, con mis kilos de más, con lágrimas negras en los ojos. Y en casi toda mi cara. Me quedé sin ganas de salir de mi cuarto, sin ganas de sonreír.



Con lo que le gustaba verme sonreír.

viernes, 13 de febrero de 2009

Él la despojó del amor, y de sus caricias de viento.
Ella ya no las sentía.
Él la idolatró como al alma.
Pero ella perecía.
Él apagó todas sus heridas.
Pero ella se quemaba.

Y la dejó.
Y ella dijo que lo amaba
.


Y le ganó. Como todo lo ganaba, otra vez volvió a ganar. Y dejó que el viento se hiciera cargo de todas las gotas de sol que quedaban vivas. Y que se fueron resecando bajo el mismo sol que las alumbró. Se acabó todo lo que había.

“Queda un cigarro mojado”


En realidad no queda nada. Quedan las mentiras. Quedan las cosas que nunca se animaron a decirse, por miedo, por angustia. Quedan gotitas de sal destiladas en agua.

Queda frío.


Quedan las fobias, los miedos. Queda involución. Quedan arcoíris en sepia. Quedan fantasmas acurrucados, llorosos. Confusos. Quedan criaturas suplicantes de un amor que no existe.

Queda el alma encerrada en un amor que nunca tuvo razón de ser. Queda un reloj que ya no marca las horas. Quedan libros llenos de palabras sin razón. Quedan pinceles acobardados, porque ya no hay óleos con los que imaginar. Quedan los cobardes.
Queda la cobardía en sí misma.

Fueron dos cobardes.




Nunca amaron.


jueves, 12 de febrero de 2009


Ya no estoy de novia

El viejo vio el andar de la bicicletita rauda, con pequeños piecitos rechonchos. Estaba sentado, en la puerta de su departamento de planta baja, con un banquillo que hacía las veces de una bandeja, y una tetera caliente, que por alguna razón, nunca sirvió de tetera.

El hombre miraba la bicicleta, y miraba a los piececitos rechonchos, con nostalgia. Tomaba un mate detrás del otro. Delante de él pasaban las señoras del tercer piso, los chiquitos asustadizos del otro edificio. Pero él sólo miraba el andar de la bicicleta rosada. Con movimientos mecánicos llenaba el mate y lo tomaba, y repetía el acto rutinario, sin mirar ninguno de los dos elementos que usaba. Él sólo miraba a la criatura que lo hacía pensar en viejas épocas.

La criatura también hacía su rutina. Pensaba en la chocolatada que Benavídez, el del segundo piso, iba a preparar para todas las demás criaturas el domingo. Pensaba qué se iba a poner, claro, porque Dalcio también iba a estar. Y ella tenía que estar bonita. Tenía que tener el moño más grande. El vestido más limpio, más rosado. Lalito iba a llevar su pelo corto. Y su lenguaje un tanto erizado.

Era un edificio muy alegre, que festejaba todas las fiestas habidas y por haber. Pero para Benavídez, la única fiesta que era digna de ser festejada con bombos y platillos, era el Día Del niño. Se tomaba chocolatada (preparada por las viejas y cansinas manos del señor Benavídez), y todos los niños traían algo al centro del edificio para compartir con el resto.

Pero la señora Bruja jamás participaba. La mujer pasaba las horas encerrada en su casa a la que todos los niños imaginaban llena de brebajes y pociones misteriosas. Y no sólo los niños. Creo que para todos los habitantes del edificio era considerada como una vieja loca, mezquina y siniestra.

La señora Bruja (sí, así la llamaban todos: ese era su nombre y nada del mundo lo iba a cambiar) había regalado a las dos criaturas, un proyector de imágenes, para ver en la oscuridad. Venía ya con unas fichitas. Con ese jueguito, la criatura y Lalito pasaban horas taciturnas enteras, pegadas a la cama, riendo y hablando. Intercambiaban carcajadas como monedas. Bruja estaba terriblemente encariñada con las criaturas. Nadie supo porqué, pero las criaturas eran las únicas que creían en ella (aunque también la llamaban Bruja) y tal vez por esa razón, Bruja sólo confiaba en las niñas. A nadie más regalaría siquiera una rata del baño.

Es impresionante.

Las criaturas se arreglan con tan poco.


Bruja también les había obsequiado un hermoso libro. Inmenso. Gigante. Lleno de dibujos que parecían pintados a mano. Hablaba de niños y de juegos. Era un cuento. Y las criaturas jamás habían tenido un cuento así, tan grande y sobre todo, tan llamativo. Es por eso que las hipnotizó.

Bueno... En realidad, a quien más hipnotizó fue a la criatura mayor. Lalito prefirió sentarse a comer pochoclos salados (sí, salados: así los había comido por primera vez y nada del mundo iba a hacer que los coma dulces. Los pochoclos, para las niñas, tenían que ser salados) y mirar una y otra vez sus diapositivas.

Así las tardes se dividieron. En el mismo cuarto, mientras una de las niñas levantaba sus pies al viento, tratando de acomodarse para ver mejor sus dibujos, en la pared, la otra buscaba la manera más cómoda de leer el libro, que obviamente era mucho más grande que ella misma.

Así nació mi amor por los libros.


miércoles, 11 de febrero de 2009

Después de que me alejara de esa mujer, ya todo se hizo más tranquilo. Me dejó inmersa en pensamientos tontos… Absortos de densidad. Quizás era lo que ella quería. A medida que iba abandonando las carpas, los tules y las velas, iba adentrándome hacia mi mundo de todos los días.

Y quería hacerlo, ya estaba cansada de hablar. No me había dejado muchas cosas en claro. Pero sí, me había dejado pensando. Y cada vez estoy más convencida de que ese era su propósito.

Me habló de piedad.


¿Qué sé sobre la piedad? Absolutamente nada. No tengo. Tengo mucho rencor. Sí. Mi rencor volvió. Creo que cada vez tengo más. Es terrible el odio que le tengo. Desde su forma de caminar, hasta los golpes que pega en la mesa cuando ve el partido. No importa cuál. No importa si se trata de un partido de Yugoslavia versus Curupaytí.

No importa, él lo va a ver.


Y va a pegar los benditos golpes. Todos los Domingos. Creo. Porque a veces no sé qué día es.

Va a ofrecerme sus más practicadas (y recitadas) sandeces, fruto del partido, del alcohol. Y obviamente, de mi presencia. Va a investigar todos mis días, como si fuesen propios. Va a suponer (y con razón) cada centavo que tengo. Cada trabajo nuevo que me sale.

Se va a ir. Como anteriormente lo hizo, hace un tiempo. Y juro por la gente que amo que desearía que se vaya. Que se vuelva un gorrión y que desaparezca de mi casa, de mis rincones, de las cosas que vivo. Y de las que no puedo vivir, por él.

Desearía que se olvide de que somos su pasado, su presente. Me moriría por entregarles un minuto de paz.

La mujer me habló de olvido. De piedad y de olvido. Como si el olvido fuese algo fácil. Sabemos.. .Uno puede perdonar. Pelearse con sus principios, con las cosas por las que siempre se lucharon. Y perdonar.

Pero jamás…

Jamás se puede olvidar.

martes, 10 de febrero de 2009

Duele

Buenas.
Otro día más, y la rutina sigue, y sigue. Es un presente simple de aquellos. Despertarse, trabajar... Escuchar. Querer escuchar palabras que sabés, obviamente jamás van a venir. Porque ciertas personas.. No lo sé, ciertas personas no tienen noción de las cosas que dicen, que hacen o cómo actúan.

- ¿Qué enseñás?
- Lengua y literatura, pero también doy clases de inglés, y matemáticas.
- Te lo traigo esta tarde.
- Cuándo rinde?
- Mañana.


La gente realmente etá loca. Después la encontramos culpando hasta al panadero por las cosas que pasan. Despues la culpa la tiene el maestro particular, el portero, el gobierno, la tele. Todos. Pero ellos, jamás.

¿Cuándo vamos a cambiar....?

lunes, 9 de febrero de 2009


Este lugar está muy sucio. Hay demasiadas cosas que ordenar. Mucha ropa para lavar, luego planchar, y luego dejarla bien dobladita en una bolsa de residuo, en la vereda. La ropa que ya no te va, la que te queda chica, la que te regalaron y no te gusta (no sé porque cada vez que la gente se regala ropa, en algo le pifia: al color, al gusto, al estilo, al cambio climático…).

Mi lugar tiene luz. Tiene una luz azul, chiquita, con unos destellos verdes hermosos. Pero también. Cada tanto se apaga, y hago piruetas para que se vuelva a encender.

Hay una luz violeta, también. Esa adorna los rincones de la casa, en donde me siento a pensar, a escribir, a leer. Esa se apaga menos seguido, pero cuando se apaga, las lágrimas negras caen hasta en el baño. Pero claro. Siempre me las arreglo para hacerla andar.

Hay una luz, que es blanca, esa está siempre. Pero por alguna extraña razón, aún si falla la térmica, permanece siempre activa. Siempre blanca.

Y tengo un cuarto donde no hay luz. No hay nada. No quiero entrar ahí. Cuando tenía menos años y más tolerancia, iba, y me entretenía un rato jugueteando. Pero los años fueron pasando. Y el lugar me reclamaba más y cada vez más tristeza. Hoy por hoy, cada vez que el cuarto se abre, la luz azul tiembla, la violeta se esconde, y la blanca titila. Y yo observo. Y me dan ganas de derrumbar el cuarto con lo que sea que tenga en la mano. Después me pongo a pensar, que si el bendito cuarto se va… La casa me queda incompleta. Y la rueda sigue. Y sigue.

Y así estamos.

Pero tengo que limpiar. Tengo que ordenar. Tengo que sacar todas las cosas que dañan mi lugar. Y tengo que cuidar mis tres lucecitas. Sin ellas mi lugar sería nada.

Es relativamente tarde, es la tercer entrada. Creé un blog. Acá voy a decir lo que sea que me pase en X momento.

Comenten, insulten, evoquen. Nada más, si vas a escribir, escribí con marrón. Cuando las cosas importantes pasan, todo se vuelve sepia. Cuando logras algo, cuando no.


Recordás todo lo que hiciste (y lo que no) para lograrlo. Y estás ahí. O no. Pero recordás. Y las imágenes vienen como fotos viejas, como diapositivas ajadas, ya, de tanto repetirse en tu memoria. Y pareciera que lo estás viviendo otra vez.
Por eso, porque mientras escribo, veo diapositivas de mi vida, es que esto es, para mí, una Bitácora En Sepia.
A veces quisiera gritarle al mundo que no puedo. Que soy débil. Y para mi pequeño mundo yo debo ser tan fuerte, tan marfil… Tan hierro noble… Que es difícil decepcionar y decir “No”.

Se trata de dos letras que llaman a lo negativo. Pero a veces sería tan refrescante decir No.

No voy a ir, quiero quedarme viendo Sailor Moon.

No tengo ganas de trabajar.

Y son tantas, pero tantas ganas de dar el bendito No. Y a la vez hay tantas descepciones sueltas por mi mundo, que es difícil dar una más.



Y digo Sí.