jueves, 12 de febrero de 2009


El viejo vio el andar de la bicicletita rauda, con pequeños piecitos rechonchos. Estaba sentado, en la puerta de su departamento de planta baja, con un banquillo que hacía las veces de una bandeja, y una tetera caliente, que por alguna razón, nunca sirvió de tetera.

El hombre miraba la bicicleta, y miraba a los piececitos rechonchos, con nostalgia. Tomaba un mate detrás del otro. Delante de él pasaban las señoras del tercer piso, los chiquitos asustadizos del otro edificio. Pero él sólo miraba el andar de la bicicleta rosada. Con movimientos mecánicos llenaba el mate y lo tomaba, y repetía el acto rutinario, sin mirar ninguno de los dos elementos que usaba. Él sólo miraba a la criatura que lo hacía pensar en viejas épocas.

La criatura también hacía su rutina. Pensaba en la chocolatada que Benavídez, el del segundo piso, iba a preparar para todas las demás criaturas el domingo. Pensaba qué se iba a poner, claro, porque Dalcio también iba a estar. Y ella tenía que estar bonita. Tenía que tener el moño más grande. El vestido más limpio, más rosado. Lalito iba a llevar su pelo corto. Y su lenguaje un tanto erizado.

Era un edificio muy alegre, que festejaba todas las fiestas habidas y por haber. Pero para Benavídez, la única fiesta que era digna de ser festejada con bombos y platillos, era el Día Del niño. Se tomaba chocolatada (preparada por las viejas y cansinas manos del señor Benavídez), y todos los niños traían algo al centro del edificio para compartir con el resto.

Pero la señora Bruja jamás participaba. La mujer pasaba las horas encerrada en su casa a la que todos los niños imaginaban llena de brebajes y pociones misteriosas. Y no sólo los niños. Creo que para todos los habitantes del edificio era considerada como una vieja loca, mezquina y siniestra.

La señora Bruja (sí, así la llamaban todos: ese era su nombre y nada del mundo lo iba a cambiar) había regalado a las dos criaturas, un proyector de imágenes, para ver en la oscuridad. Venía ya con unas fichitas. Con ese jueguito, la criatura y Lalito pasaban horas taciturnas enteras, pegadas a la cama, riendo y hablando. Intercambiaban carcajadas como monedas. Bruja estaba terriblemente encariñada con las criaturas. Nadie supo porqué, pero las criaturas eran las únicas que creían en ella (aunque también la llamaban Bruja) y tal vez por esa razón, Bruja sólo confiaba en las niñas. A nadie más regalaría siquiera una rata del baño.

Es impresionante.

Las criaturas se arreglan con tan poco.


Bruja también les había obsequiado un hermoso libro. Inmenso. Gigante. Lleno de dibujos que parecían pintados a mano. Hablaba de niños y de juegos. Era un cuento. Y las criaturas jamás habían tenido un cuento así, tan grande y sobre todo, tan llamativo. Es por eso que las hipnotizó.

Bueno... En realidad, a quien más hipnotizó fue a la criatura mayor. Lalito prefirió sentarse a comer pochoclos salados (sí, salados: así los había comido por primera vez y nada del mundo iba a hacer que los coma dulces. Los pochoclos, para las niñas, tenían que ser salados) y mirar una y otra vez sus diapositivas.

Así las tardes se dividieron. En el mismo cuarto, mientras una de las niñas levantaba sus pies al viento, tratando de acomodarse para ver mejor sus dibujos, en la pared, la otra buscaba la manera más cómoda de leer el libro, que obviamente era mucho más grande que ella misma.

Así nació mi amor por los libros.


1 comentarios:

Anónimo dijo...

que lindos tiempos may

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