domingo, 29 de marzo de 2009

Dalcio volvió a aparecer cerca de quince años después de la última chocolatada de Benavídez. Más o menos, en la época en la cual la criatura aprendía a atarse los cordones. Se había ido llevando todas las jaulas, todos sus hermanos, y todas las pequeñeces con las que divertía a todos los niños del lugar. Aunque fuese niño como ellos.

Tenía muchísima inspiración para jugar. Se mostraba con la mirada serena, aunque corriendo revoltosamente por todo el edificio, trepando las paredes más difíciles y los árboles más flacos y altos. Tenía tanta inocencia en su interior, que jamás pareció haberse dado cuenta que la criatura definía su ropa, solo para que él la viera.

Y como casi todos los días, la criatura de la bicicleta rosada preparaba su moñito y sus polleritas, y sus juguetes multicolores, para salir a jugar con el pequeño del departamento contiguo. Sólo que esta vez jugó sola. O sin él. Y así el resto de los días.

El niño jamás volvió a comunicarse con nadie del edificio. Desapareció como un grano de arena disperso en toda la playa. A medida que pasaban los días, la criatura empezó a preocuparse por su regreso. Abriendo la puerta y tocando a la casa contigua, esperando la respuesta de alguien.

Pero la casa estaba vacía.


Y lo estuvo durante muchos años, hasta que se empezó a habitar por otras familias. Una más loca e inaguantable que la otra.

Hasta que un buen día, los padres de la criatura recogieron sus cosas, y, hartos de la inseguridad con la que se empezó a frecuentar en el edificio, alejaron a la criatura del lugar, resguardándola de los ladrones, los pervertidos, las chocolatadas de Benavídez, los chicos curiosos del tercer piso y la mirada lejana del viejo de la planta baja, que tomaba mates sin cesar, sin siquiera mirar el mate.

La criatura volvió de la escuela, y en vez de llegar al segundo piso, tomar el té con leche y atrofiarse en el sillón mullido de color ocre, se mostró pálida ante la fachada de una casa que lejos tenía que ver con las cosas que había soñado.

La nueva casa se caía a pedazos.


Y lloró. Esa noche, la niña comprendió que jamás volvería a tomar chocolatada caliente junto con las decenas de niños del edificio, que jamás volvería a molestar a la señora Bruja con sus preguntas impertinentes (“¿Porqué te dicen Bruja?”, “¿Mataste gatos?”), que jamás pasearía con la bicicletita rosada por el corazón del lugar…

Y por sobre todas las cosas, que jamás volvería a ver a Dalcio.


O al menos… Eso era lo que la críatura penaba durante la noche que lloró entre las cuatro paredes de ladrillo común, que se tambaleaban al ritmo del viento.