viernes, 15 de mayo de 2009

Era viernes.


Estaba un poco angustiada. El grupo de amigos con el que estaba vivía de pelea en pelea. Había logrado encajar con un grupo de “alguienes”, por primera vez en mucho tiempo. Se trataba de cinco o seis compañeros del profesorado, nuevo ciclo en mi vida. Pero de alguna manera, seguía triste.

Seguía viendo sombras donde no había. Y las luces oscuras venían a mí, a mis proyectos, como sabiendo con quién estaban hablando.

Había mucha hipocresía, y estaba empezando a entenderlo.


Cuando salí del aula de marcos verdes, Charo fumaba. No sé que me guió a mirarla. Pero estaba inmersa en sus sentimientos, en sus pensamientos. Desde las escaleras podía verse que estaba todavía más triste que yo.

- ¿Estás bien?
- Sí. Que se yo. Tengo un problema con una materia.
- ¿Qué pasó?
- No tengo grupo.
- Le pregunto al mío si podés venir. No creo que haya problemas…


Y es que pensé que no iba a haber problemas. Pero la realidad es que mi pequeño grupo repasó mi figura de arriba a abajo, y me dijo que ella no era de confiar. Que ya había tenido problemas con otros compañeros, y que lo mejor sería dejar todo como estaba.

Al día siguiente tuve que decirle que no. No recuerdo bien cómo. Pero ella me dio a entender que sabía que esa iba a ser la respuesta.

Con mezcla de molestia, de desazón, decidí no intervenir.


Decidí observar.


Antes de madurar, todo se estaba pudriendo.


Ya no quería estar con un grupo de personas que resultaban tan prejuiciosas. Si hablaban de ella sin conocerla ¿Qué podrían haber dicho de mí? Si la miraban como un objeto raro aún cuando no conocían siquiera su nombre, ¿Qué dirían a mis espaldas?
Antes de tener problemas, decidí quedarme sola otra vez. Decidí vagar por las instalaciones del profesorado sola, pero tranquila en mi conciencia. En el grupo de compañeros que tenía las hostilidades eran internas. A pesar de que de juraban amistad pura, plena, entre líneas yo leía mensajes que no todo el montón podía leer. Se golpeaban unos a otros, utilizando como herramienta principal lo que nos unía. La palabra. Pero se trataba de armas invisibles. Nadie las podía ver.

Sólo yo. Y esto no significa egocentrismo, sin embargo.


Y entonces ella se acercó a mí, y me contó del novio con el que estaba hace poco menos de un mes. Me contó que se sentía sola en el lugar. Y que había poca gente que le caía bien.

Empezamos a sentarnos juntas.


Empecé a sentirla mi confidente. Supo, inmediatamente después que yo, las cosas que me hacían mal, y bien. Las personas que me intrigaban. Las que no.

Creo que fue en esa etapa cuando di color a mi identidad. Y estoy mintiendo. Ella dio color a mi identidad. Ella forjó con sal todo lo que podía dar de mí.

Me moldeó.


Ayudó a que mi alma tuviera una forma. Ayudó a que empezara a sonreír. A que mechara todos los colores en un mismo haz de luz, y no solo el negro putrefacto con el que dibujaba vagamente desde hacía tanto tiempo.

Supo abofetearme cuando lloraba, para que le diera la cara a la vida. Supo endulzar mis ojos, viendo lo que nadie podía ver.

Nunca más nos separamos.


Después de ese episodio las noches del aula cuatro se volvieron mucho más simples. En un primer banco, Ariadna y Nicolás charlaban animosamente; Gabriel y Felipe, en el banco de atrás, se daban vuelta cada dos minutos al tercer banco, donde estábamos nosotras dos.

Así nació nuestra amistad.

1 comentarios:

Editor dijo...

Pasaba por aquí.. y me agradó lo que leí...
saludos

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